HIJOS DE UN DIOS MENOR
Cuando alguien se excusa para ir al cuarto de baño pienso que cómo Dios ha podido crear un ser tan perfecto y, sin embargo, necesitado de mecanismos tan poco elegantes para sobrevivir.
¿Acaso Dios había terminado la carrera con mala nota?
Cualquier ingeniero de medio pelo es capaz de diseñar un equipo perfectamente funcional con unas baterías que no producen residuos, unos paneles solares que aprovechan la luz ambiental, o unos receptores de infrarrojos que aprovechan la energía térmica de la luz. Un proceso limpio, elegante y sin residuos molestos.
Tal vez Dios, temeroso de que nuestra perfección nos haga engreídos y podamos algún día aspirar a su puesto, quiera recordarnos todos los días que somos mortales y “muy humanos”.
También en el reino animal podemos ver mecanismos de supervivencia poco elegantes.
Me impresionan esos documentales en los que se ve cómo un elegante, veloz, altivo y perfecto leopardo utiliza todo su poder para atacar a un indefenso y simpático cervatillo al que devora vivo, mientras éste todavía hace movimientos intentando escapar, sin darse cuenta de que ya le faltan la mitad de los intestinos.
¡Qué pensará la madre del cervatillo mientras observa la escena desde lejos!
¿Le hacía falta al leopardo tanta belleza y perfección para ganarse la vida de esta forma?
Cuando era más joven vi una película de ciencia ficción de cuyo título no logro acordarme, que me inquietó mucho.
Hacia el año 3.000 se envió desde la Tierra una nave espacial para investigar la naturaleza de unas señales de radio que procedían de un planeta lejano. No era un ruido radioeléctrico sin sentido, sino una señal de radio codificada, inteligente, aunque no lograban descifrarla.
Después de un largo periplo, los astronautas aterrizaron en aquel planeta y descubrieron el ingenio que emitía las señales de radio.
El artilugio no solamente emitía señales de radio, sino que además era capaz de comunicarse con los astronautas que le localizaron.
Decía el artilugio en cuestión que buscaba a Dios, su creador, y que ése era todo el objetivo de su existencia.
Se acercó al artefacto uno de los astronautas, limpió de polvo la superficie del mismo y descubrió una letras que decían “VOYAGER”.
¡Era un satélite que se había enviado desde la Tierra hacía muchos años para investigar, recoger información y buscar el origen del Universo!
Emitía señales de radio en morse y ese era un lenguaje ya olvidado, indescifrable para los nuevos astronautas.
El satélite había sido programado para buscar información, procesarla, volver a buscar,..., había sido programado para aprender y, de alguna forma, para “pensar”.
Pensó, recogió datos, los procesó, pensó, pensó y descubrió que era una máquina muy elaborada y que necesariamente alguien había tenido que crearla, ya que no había podido aparecer allí por casualidad.
Buscó el origen del Universo y buscó a su creador. Buscó a Dios y lo encontró. Aquel astronauta, o algún antecesor suyo, era su creador, su dios.
El Hombre era la respuesta. El Hombre era Dios. El astronauta no se veía a sí mismo como Dios, ya que él mismo se hacía las mismas preguntas y buscaba lo mismo que aquel artilugio, pero no quiso defraudarle, así que dejó que el satélite descansara en paz y creyera que había encontrado la respuesta a todas sus preguntas.
El astronauta pensó que tal vez él sí era un dios pero, en cualquier caso, un dios menor.
¿Será también nuestro Dios un dios menor?
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Quien pierde una hora por la mañana se pasa el resto del día buscándola.