Tempus Fugit

TEMPUS FUGIT
Una idea genial. La prostitución es uno de los negocios que más dinero mueve en el mundo, pero tiene un problema: las Administraciones Públicas no cobran por ello, al menos de manera oficial, que ya dicen innumerables noticias en la presa que muchas mafias policiales sí lo hacen.

Las Administraciones piensan que cobrar un impuesto directo a las prostitutas por servicio prestado, por centímetro de pierna ensañada, por categoría profesional... podría dar lugar a que se les tildara de proxenetas. Piensan que eso podría empeorar su imagen. ¡Qué ilusos!

Pero ya han encontrado la fórmula, que están experimentando poco a poco en distintas poblaciones para que la idea vaya calando en la gente.
Se les ha ocurrido que no se puede consentir la prostitución porque eso degrada a las mujeres (a las que no les pagan), así que van a poner multas astronómicas a sus clientes. De esa manera sí van a poder cobrar a los clientes de las prostitutas aunque éstas no lleguen a realizar el servicio.
Si el cliente no va rápidamente al cajero para pagar la multa a los agentes de la moralidad, le amenazan con enviarle la multa a casa para que la vea su familia.
Una oferta que no podrá rechazar, que diría El Padrino.
¿Es o no es una buena idea?

Las prostitutas seguirán en la calle -menudo chollo, cualquiera las retira- y los agentes estarán haciendo la esquina, escondidos y dispuestos a quitarles los clientes para cobrar su particular impuesto sexual.
Que de eso se trata, y no de proteger a las mujeres. Si lo fuera, retirarían a las prostitutas de la calle en lugar de utilizarlas como cebo para hincar el diente en un negocio que les resulta esquivo.

Pues nada, cuando se te acerque una señorita con aspecto sospechoso para preguntarte la hora, lo mejor es salir corriendo, no vaya a ser que aparezca como por arte de magia un agente de la moralidad con el libro de recetas en la mano.

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Tempus fugit (si te preguntan la hora, sal corriendo).

Calidad Humana

CALIDAD HUMANA
Fue
en su fiesta de jubilación donde fue consciente, con incontenible tristeza, de lo absurdo que había sido el viaje. No acudieron todos sus compañeros de profesión: la política había clavado sus garras en la enseñanza y el instituto era desde hacía tiempo cualquier cosa menos un centro educativo, lo que dividía al profesorado en múltiples grupos y tendencias y generaba rivalidades personales que se apartaban de lo meramente académico.
Tantos años de trabajo ilusionante en los que cada alumno era un proyecto personal, para llegar al final de su vida profesional con la sensación de que no había valido la pena.

Durante los brindis de rigor recordaba sus primeros años de docencia en los que las aulas tenían un esqueleto humano, un globo terráqueo, mapas colgados en las paredes, tizas de múltiples colores, vitrinas con variado material educativo y millones de proyectos de futuro. Cuando alguien entraba en esas aulas tenía claro que allí se iba a aprender.
Las aulas actuales tienen sin embargo un aspecto desangelado y apenas cuentan con un par de posters pegados en la pared -torcidos- con consignas igualitarias en género y número o contra algún tipo de violencia, que le recordaba los años en que en los autobuses había letreros que prohibían escupir en el suelo, porque entonces había que decirlo. Y ahora, décadas después, vuelve a hacer falta porque hemos desandado el camino de forma dramática y con difícil camino de vuelta.

Ahora apenas hay tiempo para la formación, ya que la mayor parte de la clase se va en poner paz y convencer a los alumnos de que tienen que abrir el cuaderno, sin ofenderles, ya que por un quítame allá esas pajas amenazan al profesor con esperarle en la calle con familiares y amigos, o con denunciarles ante distintos organismos por traumatizarles con tanta presión.

La extraordinaria aventura del conocimiento y el interesante reto del crecimiento personal dejan paso a un sistema educativo tendente al adocenamiento de las futuras generaciones, y no por un malévolo plan urdido por cúpulas enormemente inteligentes, sino por simple entropía, que ha posibilitado que la bajeza humana se haya instalado como clase dominante en instituciones y grandes empresas.

Recuerdo hace apenas cuatro años cuando fui a hacer unas gestiones en las oficinas de Hacienda de Bilbao. La funcionaria de la mesa de atrás estuvo los diez minutos que tardé en hacer mi gestión increpando agriamente a un abuelo, que no abrió la boca en todo ese tiempo. Me volví para mirarla, sin obtener el resultado que esperaba. El abuelo seguía callado y la torda seguía riñéndole. Ninguno de sus numerosos compañeros de las mesas de al lado le llamó la atención.
Salí de allí con mal sabor de boca por no haber defendido al abuelo del trato vejatorio que estaba recibiendo por parte de los recaudadores. Mi indignación se sumó a la vergüenza que sentí, ya que a esa gestión me acompañó mi hija pequeña y yo no le di buen ejemplo de lo que hay que hacer ante un caso así.
Seguramente debí sacar a la torda a empujones del edificio, que fue mi primera idea. O tal vez debí llamar al vigilante de seguridad para que defendiera al abuelo de aquella funcionaria. Y con toda seguridad, debí llamar a la policía para que se llevara a todos los empleados de Hacienda que fueron testigos mudos y cómplices de aquella bajeza y abuso de posición.

No hace falta calidad humana, para muchos de esos puestos es suficiente con saber euskeranto, el nuevo idioma inventado por el nuevo régimen para crear una nueva patria.  Esto supone en la práctica un magnicidio cultural contra los euskeras tradicionales a los que pretende reemplazar, milenarios idiomas vivos, caso único en el mundo, cuyos orígenes más antiguos se encuentran en La Rioja.

A esta tarea llevan dedicados muchos millones de euros de dinero público.
Ya lo de la educación y la cultura lo dejamos para futuras y lejanas generaciones.

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Por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca (Apocalipsis).