En La Marisma
Yace abandonada en la marisma la pequeña barca que aguas adentro fue hasta no hace mucho tiempo cómplice de tus sueños.
La he visto rendida en el fango, inundada de agua, cubierta de algas, muriendo junto a tus cenizas en la marisma donde te dimos el último adiós. Sin rastro de nombre en su proa, sin remos en los toletes de la regala, echa de menos el tiempo en que la manejabas con esa amabilidad con la que conseguías hacer navegable ese artilugio con tan poca vocación marinera.
Desde los campos de trigo en el cálido estío de Castilla viajaste al norte para doblegar el acero de los Altos Hornos y darle forma navegable en un astillero de Vizcaya, para reposar después tus últimos años en la quietud de las marismas de Cantabria.
El viento en la cara y las horas al pairo de las tardes de pesca te hicieron sabio, y aprendiste a distinguir lo importante de lo superfluo. La pesca era testimonial y no merecía el esfuerzo, pero era suficiente para presumir ante los amigos. Y, sobre todo, te servía para pensar, para sentir, para mirar la vida desde la distancia que ponen los años. Te costó muchas tormentas conseguir tanta paz.
No
sólo tu barca se está deteriorando: desde que te fuiste, otras cosas se
están deteriorando también, y es que no estar atento a las mareas puede
dejarte varado en el fondo a la menor distracción. Con tu ejemplo nos enseñabas a hijos y nietos que las
cosas importantes suelen ser gratis, pero ya dicen que nadie es profeta
en su tierra. Tanto mar, tanto aliento, para acabar muriendo en la orilla.
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“Todo pasa y todo queda,
pero lo nuestro es pasar,
pasar haciendo caminos,
caminos sobre la mar.
Caminante, son tus huellas
el camino, y nada más;
caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante, no hay camino,
sino estelas en la mar”.
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La sangre te hace pariente, la lealtad te hace familia.