Sanjuanada

Sanjuanada

Noche de San Juan, esta vez sin Sanjuanada debido a la pandemia.

Recuerdo ahora mis años de niño, cuando hacíamos una enorme hoguera en la noche de San Juan junto al río Cadagua, del que se decía que llevaba más mierda que agua.

Tardábamos casi un mes en prepararla y era una empresa importante en la que estábamos implicados todos los niños del barrio.
Sustraíamos palets de la fábrica de al lado sorteando la vigilancia del guarda que, como el policía que acechaba a la cuadrilla del entrañable personaje de dibujos animados Don Gato, siempre nos tenía bajo estrecha vigilancia. Los palets nos servían también para construir casetas en las que nos reuníamos a charlar en grupos. Cada grupo se construía su propia caseta y rivalizábamos por ver quién la hacía más grande y más bonita. Eran las precursoras de los actuales txokos de los adultos o las lonjas donde se reúnen ahora los adolescentes.

Íbamos a buscar ramas y troncos de árbol por las campas y montes de los alrededores, especialmente uno que fuera el poste central de la hoguera, que debía ser grande y fuerte para que fuera la última parte en desaparecer. El tronco debía tener no menos de cuatro metros de largo y un grosor considerable para que aguantara todo el peso que se le iba a venir encima. Cuando lo localizábamos, para lo cual teníamos ojeadores siempre atentos durante nuestras correrías de niños, nos hacíamos con cuerdas y lo arrastrábamos hasta el barrio, cual esclavos arrastrando una enorme piedra para construir la gran pirámide. Los padres aprovechaban para deshacerse de muebles viejos y cosas que ya no querían. No aceptábamos cualquier cosa, debían ser objetos que ardieran bien y que hicieran una buena fogata, que aquello era nuestra obra, y no un basurero. En lo alto de mástil central colocábamos un muñeco que había hecho alguna madre y que habíamos vestido entre todos con ropas viejas.

La hoguera la dejábamos sólo planteada, es decir, dispersa por la zona para evitar que los niños de otros barrios la quemaran y nos arruinaran la fiesta. Al igual que hacíamos con las casetas, también competíamos con los niños de los barrios del entorno por ver quién hacía la hoguera más grande y duradera. En los días previos establecíamos turnos de vigilancia y sólo la montábamos el último día, donde la vigilancia se reforzaba, y era tarea de todos, padres y madres también, vigilar que ningún niño de otro barrio viniera a aguarnos la fiesta de la noche.

Al llegar la noche más mágica del año las madres habían preparado chocolate y bizcochos para todos. Nadie se quedaba en casa, niños y mayores nos juntábamos en la calle y veíamos arder la hoguera que tanto esfuerzo nos había costado construir. Al calor de las llamas, unos soñaban, otros charlaban, otros reían, y otros buscaban un adolescente roce de manos con nocturnidad y alevosía.

Al final de la noche volvías a casa con la sensación de haber culminado con éxito una gran y excitante aventura y te ibas a la cama sintiendo que lo habías hecho bien, y que había sido un día magnífico.

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La vida es una carrera de fondo en la que tienes que atarte los zapatos mientras corres.