“In illo tempore”, como se decía en el pueblo emulando lo que escuchaban en las lecturas del Evangelio en la misa, los veranos de los estudiantes duraban tres meses. Toda una vida.
Mi madre me levantaba cuando más sueño tenía, de madrugada, me vestía sobre la mesa de la cocina, me preparaba la maleta y luego mi padre me llevaba en autobús hasta la Estación del Norte, donde me acomodaba en el asiento del tren y me decía que no se me olvidara hacer trasbordo en Miranda... atravesando el enorme entramado de vías y silbatos con mi maleta a rastras. Ya en Valladolid, me recogía uno de mis tíos y me llevaba hasta el pueblo de mis abuelos.
El sol amarillo, la tierra amarilla, los campos amarillos... recuerdo las siestas eternas que mi abuela me obligaba a dormir durante las horas centrales del día. Fuera no se oían ya ni los cencerros de las ovejas invadiendo la calle ni los vencejos surcando el aire seco, a pesar de que dicen que pueden estar todo el día volando sin posarse. Después de comer había que dormir. Sólo bien entrada la tarde salíamos los niños a jugar a la calle, las mujeres a charlar sentadas junto a las puertas de las casas y los hombres al Club Social, el único lugar del pueblo con televisión, donde además se podía tomar un café y jugar al dominó.
También había en el pueblo, camino del río, una tienda que vendía todo lo que pudieras necesitar, desde un kilo de garbanzos hasta un sombrero de paja para el sol. Aquel pequeño pueblo, pueblo de secano para más señas, que hasta el río que le visita tiene por gracia "Sequillo", fue el paraíso de los interminables veranos de mi niñez “en el cálido estío”, que decía una canción de misa refiriéndose al pueblo, veranos de siestas y de misas, de sueños y aventuras.
Tenía mi abuelo una preciosa bicicleta, amarilla también, que era lo que más quería en el mundo, aparte de mi abuela, claro está, que colgaba de unos ganchos del techo cuando no la usaba, la bicicleta, no mi abuela, para que las ruedas no sufrieran en balde por estar apoyadas en el suelo.
Tenía también un trozo de tierra que a mí me parecía un gran tesoro. Estaba allá en lontananza, que es un sitio que está muy lejos, más allá del río, cruzando el puente bajo un sol de justicia y andando después largo rato por caminos polvorientos desahuciados de sombra alguna. Y allí estaba, al fin, el campo lleno de espigas doradas bailando la danza del viento, para atraerlo, supongo, ya que ni viento hacía.
Me explicó mi abuelo que el próximo año dejaría la tierra en barbecho para que descansara, y así al año siguiente daría buena cosecha. En el colegio habíamos estudiado que ya no hacía falta dejar las tierras en barbecho porque había abonos que nitrogenaban la tierra, y así se podía obtener una cosecha todos los años. Entonces los niños estudiábamos esas cosas, conocíamos las capitales de todos los países del mundo, estudiábamos música, sabíamos latín en varios idiomas y escribíamos sin faltas de ortografía... pero aquellos eran otros tiempos.
No pude convencer a mi abuelo. Pensé que le ayudaría con mis conocimientos de estudiante de ciudad, pero él me hizo ver que se puede vivir más despacio, ya que al final del camino no hay nada por lo que merezca la pena correr.
Ese año había llegado el Hombre a la Luna, evento que vi en directo en la televisión de la casa del tío que me llevaba desde la estación de Valladolid hasta el pueblo. Pero el abono todavía no había llegado a la casa de mi abuelo, que prefería vivir a otro ritmo. Y, además, el abono costaba dinero, y no pasaba nada por dejar descansar la tierra durante todo un año.
Un día pude ver, al fin, el fruto de sus esfuerzos. Una máquina cosechadora había recogido el trigo, y mis abuelos llevaron todo el grano al piso superior de la casa. La máquina había separado la paja del polvo y el polvo del trigo. Mi decepción fue mayúscula. Allí había una pequeña montaña de trigo de unos dos metros de diámetro y una altura que en su vértice no superaba mi propia altura.
¡Tanto sol, tanto aliento... para eso!
Días después vinieron a buscarme unos niños del pueblo para ir a jugar. Les dije que no podía, porque tenía que ir con mi abuela a espigar. Espigar es recoger las espigas que han quedado tiradas por los campos después de haber cosechado. Me preocupó ir a recoger espigas de campos ajenos, pero mi abuela me tranquilizó diciendo que eso no era robar nada a nadie porque, después de haber pasado la máquina cosechadora, nadie recogía las pocas espigas que habían quedado esparcidas por el campo. Recogimos más de cincuenta espigas, mi abuela en su delantal y yo las que me cabían debajo del brazo. Aquello me pareció un auténtico tesoro.
Al día siguiente supe por los niños del pueblo que espigar era de pobres.
¡Éramos pobres y yo ni siquiera lo sabía porque me sentía el niño más rico del mundo!
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Cada día tiene su afán.