He
vuelto a oír esa expresión latina extraída de las misas antiguas
en las que la lectura de las Sagradas Escrituras comenzaba siempre
con la fórmula “in illo tempore...” (en aquel tiempo…). Los
pueblos polvorientos de raquíticas espigas amarillas regadas con
sudor y esperanzas importaron a su habla diaria esa bonita expresión,
y no por pedantería, sino con naturalidad, con la sencillez de esa
gente de campo de frente marcada por el azote del frío de la
madrugada y el severo sol del estío. Yo voy soñando caminos de la
tarde… decía Machado.
In illo tempore la vida duraba toda la vida, al igual que los matrimonios, la bicicleta del abuelo, la vajilla de porcelana y las copas de bordes dorados, que se guardaban en la alacena como un preciado tesoro.
In illo tempore se recordaban las historias, las pequeñas historias de la gente de pueblo que, a fuerza de contarlas una y otra vez sentados junto a la pared de adobe de la casa acababan convirtiéndose en grandes historias, casi epopeyas, que iban pasando de tarde en tarde al compás del piar de bandadas de vencejos, hasta que comenzaba a refrescar al caer la tarde. La tarde cayendo está.
In illo tempore las cosas duraban toda la vida… las copas de bordes dorados, la vajilla de porcelana, la bicicleta del abuelo, los matrimonios, las esperanzas… y hasta la misma vida, que continuaba aún después de su crepúsculo, corriendo de boca en boca, de tarde en tarde, traspasando generaciones mientras los oscuros vencejos amenizaban la charla hasta que el día empezaba a refrescar.
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In illo tempore no teníamos nada, pero lo teníamos todo para ser felices.