Dicen que hubo una pandemia, pero que ya terminó. El confinamiento forzado y la represión a la que se sometió a la población supusieron sin duda un antes y un después para toda la sociedad.
La muerte de miles de ancianos encerrados en sus residencias, privados de asistencia médica y negándoles hasta la posibilidad de despedirse de sus familiares, puso en evidencia la podredumbre moral de la sociedad en general, y de la clase dirigente en particular.
Mis padres pudieron irse de este mundo poco antes, acompañados de su familia, que después de tanta vida entregada a sus hijos, merecían por fin descansar. Afortunadamente, no fueron víctimas de la crueldad que sufrieron los demás.
Conocí la precariedad, la soledad, la traición y la deslealtad. Desde la atalaya de la madurez, es ya hora de hacer balance.
“De victoria en victoria hasta la derrota final”, me falló hasta lo que nunca pensé que me podría fallar. La pandemia me permitió reflexionar en soledad sobre mi pasado, si había merecido la pena tanto esfuerzo, si la vida había sido injusta conmigo, o por el contrario coseché lo que sembré. En cualquier caso, ya da igual, lo pasado, pasado está y no tiene solución, así que sólo queda avanzar.
Ahora estoy en una nueva etapa y me encuentro haciendo vespersiones, reflexiones dispersas en la parte vespertina de la vida, y es un buen momento para hacer inventario, inventario de daños, inventario de vida.
La muerte de mis padres supuso la dispersión de mi familia, la primigenia y la que se fue añadiendo con los años, con los hijos y con los hijos de los hijos. En su casa nos reuníamos el día del Padre, el día de la Madre, los días de cumpleaños, porque sí, porque no, y también en Navidad. Las risas al calor de una taza de café, con anécdotas que nos gustaba recordar una y otra vez, hacían de aquellos momentos algo por lo que merecía la pena transitar por esta experiencia vital.
Como bardo del medievo, como trovador de otros tiempos, rememoro mi historia que, siendo la mía, es también la de mis padres y la del resto de la familia que me acompañó en este peregrinar. Recoger los enseres de mis padres y ver lo poco que quedaba de su sacrificada vida me hizo ver "la insoportable levedad del ser".
He vuelto al pueblo donde viví mis años de destierro para recorrer de nuevo los caminos solitarios junto a los bosques encantados que me sirvieron de refugio y lugar de reflexión. Un buen lugar para hacer vespersiones y analizar si “cualquier tiempo pasado fue mejor”, o lo mejor está aún por llegar.
No hace mucho, iba conduciendo por la autopista mi último coche, al que doy palmadas en la grupa antes de entrar, y en el salpicadero cuando me acomodo en su interior y lo voy a arrancar. He tenido trece coches y llevo más de dos millones de kilómetros a mis espaldas. A este le llamo Campeón, pero la mayoría de los anteriores tenían nombre de mujer. Y entonces me adelantó un coche que me resultó familiar. Era mi montura anterior, la que había vendido meses atrás porque ya tenía muchos kilómetros. Con mi nuevo coche no fui capaz de adelantar a mi coche anterior, que por lo visto tenía todavía más fuerza y vigor que el que tiene mi vehículo actual. Me adelantó sin compasión, sin mirar atrás, como echándome en cara que me hubiera deshecho de él, después de todas las vivencias, canciones, planes, conversaciones y sueños que compartimos.
¿Era un mensaje vital que mi coche anterior superara al actual?
----------------------
Viendo la insoportable levedad del ser,
la caducidad de los amores eternos
y la fragilidad de las lealtades inquebrantables,
he decidido darle consistencia a la vida,
para que al final del camino pueda decir
que lo hice bien, y que lo hice a mi manera.
