Acaba el día y me dirijo a la parada del metro, ya con ganas de llegar a casa. Está gris, con una ligera llovizna de inicio de primavera, pero hace buena temperatura.
Me llaman la atención unas piernas blancas… no parece el día adecuado. Bajo las escaleras hacia el andén contrario al que se encuentran sentadas las mencionadas piernas, y me siento en el banco que queda justo frente a ellas. Una bonita mujer de labios rojos, melena negra por los hombros, vestido corto, botas altas y piernas cruzadas. Esto promete -pensé-, en algún momento tendrá que descruzarlas.
Aunque procuro hacerme el sueco, ella se da cuenta y se me queda mirando fijamente. Disimulo, miro para otro sitio, vuelvo a mirarla… y allí sigue ella con su mirada altiva clavada en mí. Repito la maniobra de disimulo, y cuando vuelvo a verificar si la situación ha cambiado… allí sigue ella mirándome valiente sin la menor consideración hacia mi ya maltrecha dignidad por haberme pillado fuera de juego.
Menos mal... oigo llegar su metro a no mucha distancia… ya sólo quedan unos segundos de incomodidad… entonces ella descruza las piernas despacio y se mantiene con ellas abiertas frente a mí sin apartar su mirada acerada… me quiero morir, pero en un acto de supervivencia le dedico una sonrisa a la que ella contesta con otra, burlona tal vez, pero sonrisa al fin y al cabo.
Llega el metro y la pierdo de vista… ¡metro traidor! ¡ahora que empezábamos a entendernos!
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Era tan pobre, que sólo tenía dinero.