Arriar La Vela


Arriar La Vela
Llevaba mucho tiempo sin tocar puerto, y el enhiesto mástil se estaba resintiendo del esfuerzo constante de tener que soportar la presión de la blanca vela henchida por los vientos, unas veces huracanados, otras moderados, a trompicones las más. No le importaba dejar la nave al pairo durante largos períodos, o navegar sin rumbo hacia cualquier parte que las aguas le llevaran... no necesitaba arribar a puerto alguno para sentirse feliz... “Son mi música mejor aquilones” que decía Espronceda. Aquilón era el dios romano de los vientos del norte, fríos y tempestuosos, pero Espronceda se refería al ruido que hace el viento al hacer flamear la vela, casi hasta rasgarla, con cada una de sus embestidas.

Oyó a veces cantos de sirenas, y tentado estuvo de acercarse a la costa... pero las rocas de afiladas aristas podrían poner en peligro la flotabilidad de su nave, como les había ocurrido a otras naves con anterioridad, así que, como Ulises, se resistió a la tentación de arribar a sus orillas por temor a encallar, lo cual no era óbice para que le gustara oír sus cantos seductores.

Al final encontró un puerto discreto, seguro, tranquilo, con encanto y sin marineros sedientos de juergas etílicas que ensuciaran sus calas de arena suave y tardes susurrantes... y pudo al fin amarrar la nave y descargar al enhiesto mástil de la presión de la blanca vela henchida por los vientos, los malos vientos. “Que tú eres el mar... que yo soy la arena”.
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“Aquella noche corrí el mejor de los caminos, montado en potra de nácar, sin bridas y sin estribos”.